Sumergido
en un mar de recuerdos, no puedo pasar por alto el mes de septiembre
del año 2003, en el cual lo terminé de conocer...
En
realidad todo comenzó el primer día del mes de marzo de este mismo
año, cuando en la empresa en la cual estaba cumpliendo una
suplencia, me llamaron y confirmaron un puesto efectivo en la misma,
como guardia de seguridad, en el edificio de la calle Sarmiento. Este
era una estructura enorme y muy bella, pero no solo por su
arquitectura, sino por su verdadera historia. Había sido inaugurado
en el año 1932, por Monseñor Miguel de Andrea, para ser la sede
central de la Federación de Asociaciones Católicas de Empleadas,
obra que él mismo fundo en el año 1922. Un verdadero prócer, que
adelantándose a su época, protegió a muchas generaciones de
mujeres trabajadoras.
Mis
primeros días eran de reconocimiento de rostros, ya que mi trabajo
dependía de no dejar ingresar extraños. Pasando los días, comencé
a escuchar sobre “La Exposición del Libro Católico” algo
totalmente desconocido en mi vida diaria. El Sr. Francisco (compañero
de trabajo), una persona mayor, con sus canas bien puestas por los
años, con sus bigotes, sus ojos celestes, a veces claros y otras
oscuros, con su suave andar de muchas décadas, no me gustaría
precisar cuantas, pero puedo decir que toda una vida de servicio a
esta institución lo convirtieron en uno de los pilares que aún
sostiene aquella hermosa obra. Entre sus anécdotas me comentó sobre
ese evento extraordinario, ¿cómo imaginar algo nunca visto por mis
ojos?. También llego a contarme sobre el fundador y presidente de
dicho evento, un señor, llamado Manuel, que nombrado así, no pasaba
de ser un nombre más. Un buen día, si mal no recuerdo en el mes de
julio, me encontraba sentado enfrente de mi escritorio y logro
divisar que una de las hojas de la puerta anterior a la mía se abre
dejando ver a un señor de traje, corbata y un maletín de cuero. En
primera instancia pensé ¿Qué quería aquel hombre?, cuando abrí
la puerta, me estrecho la mano y dijo con voz de mando, su nombre y
apellido, prosiguió diciendo que buscaba al Sr. Francisco, el cual
estaba viniendo muy sonriente detrás de mis espaldas, supuse que
había reconocido la voz de aquel extraño, se estrecharon las manos
muy cordialmente, se preguntaron por sus queridos y como si fuera un
acto reflejo, indagó por el antiguo vigilante y quiso saber de mí.
Su siguiente acto fue mirarme como para hallar algún defecto, no
quise ser menos y también comencé a observarlo, era un hombre de
robusta figura, su altura aproximada era de un metro ochenta, su pelo
corto y oscuro, su barba candado con algunas canas, lo cual dejaban
ver que era un hombre maduro y una intensa inquietud en sus
movimientos, lo que revelaban sus muchas obligaciones. No quiero
dejar pasar su correcta forma de hablar, que obviamente indicaba su
trato con gente importante, tal vez mucho más que él. Luego de
visitar a las autoridades se retiró con una sonrisa y saludando
cordialmente tanto a Francisco como a mí.
Algunos
días después conocí a la señorita Mabel, secretaria y persona de
confianza; luego al señor Martín, principal colaborador. Ambos
excelentes personas y con las que adquirí confianza inmediatamente.
Los días fueron pasando entre charlas, mates, libros y el armado
correspondiente, hasta el glorioso primer día de septiembre, fecha
que inauguraba la exposición y así logramos conseguir una ligera
confianza entre todos nosotros, debo confesar que con el Sr. Manuel
coincidíamos en muchas charlas.
Inauguración de la XV Exposición del Libro Católico Casa de la Empleada -Obra de Mons. Miguel de Andrea- 2003 |
El
acto de apertura estaba sobre la hora, hasta entonces había
ingresado un importante número de personas, inclusive las
autoridades de la casa. Yo, como guardia de seguridad, debía estar
muy atento, aunque contaba con la colaboración del antiguo guardia,
que recorría el lugar mientras yo me quedaba en mi puesto recibiendo
a la gente. El brillo de mis ojos era increíble, al ver semejante
movilización de personas del ámbito religioso, político y demás,
aunque mi trabajo no me dejaba apreciar tanto esplendor de tan
dichoso día. Fueron transitando por allí colegios, escritores y
grandes personalidades. Paso a paso logramos crear un vínculo de
confianza que me permitió conocer a su familia, a la cual tomé con
respeto mucho cariño.
Con
el transcurso de los días tuve la oportunidad de conocer a grandes
seres humanos que fueron pasando por allí, dando sus conferencia y
lo que me sorprendía más era su conformidad hacia mi desempeño en
el cumplimiento de mis tareas, muchos amigos de él mostraban esa
sencillez y respeto hacia mí, eso me llenaba de orgullo, no hay nada
mejor que un halago para reafirmar la buena labor que intentaba
desempeñar.
Un
hombre muy especial, llamó mucho mi atención por su cordialidad, su
sinceridad, su sencillez, el ingeniero Mario F. Abal, el cual me
dedicó un pequeño libro escrito por él, eso me impresionó aunque
estaría faltando a mi buena memoria, si no mencionara esa tarde en
la que me encontraba recorriendo el sector donde estaban los módulos
de historia y biografía, cuando el señor presidente se aproximó
dialogando con monseñor Héctor Aguer, un hombre con una
reconfortante paz.
Entre
diálogos y risas se descubrieron nuestras anécdotas siempre
simpáticas y muy inocentes, pues ya comenzaba la segunda semana que
prometía ser aún más activa que la anterior, el único
inconveniente eran nuestras baterías que ya anunciaban haber agotado
la mitad de su capacidad. Y a pesar de todo continuamos viendo y
atendiendo a los más interesantes visitantes. Otra vez él, como su
personalidad de líder lo demostraba, seguía alentando mi trabajo y
mi ego, me impulsaba a resistir hasta el día de la clausura, donde
se celebraría la santa misa, la cual esperaba con ansias, ¡hasta el
cardenal Jorge M. Bergoglio estaría haciendo el cierre!.
Manuel,
siendo una persona muy precavida ya tenía todo organizando para ese
majestuoso 14 de septiembre, que dicho sea de paso y recordando, esa
misma mañana nos comunicaban a la Sra. Catalina, al Sr. Francisco y
a mí que éramos los responsables de entregar las ofrendas al
cardenal en la misa. Mi primera reacción fue preguntar ¿Por qué?,
pero como es su costumbre, me respondió cordialmente e intentaré
citar cada palabra con exactitud: “Soy el organizador y creo
conveniente, que estando en la Casa de la Empleada, sean los
empleados quienes entreguen las ofrendas. Además, yo quiero que así
sea.” Esto me llenaba de dudas y responsabilidades, era un gran
honor para mí, no podía defraudarlo, ni al resto de mis compañeros.
Si bien había tenido otros honores, ninguna había sido como éste,
me encontraría a una gran exposición, fotógrafos, camarógrafos,
cosas que me ponen nervioso, a diferencia de él.
Y
el momento llegó, me encontraba al pie de las escaleras al recinto
sagrado, con mis manos sudadas, atento a que nos nombren, no podía
quedarme permanentemente en la capilla, debía seguir con mis
responsabilidades, dado que yo estaba encargado de la puerta
principal. Todo era cuestión de minutos y mi señal se presentó, yo
irrumpí bruscamente y me abarajó un colaborador, Manuel me entregó
la ofrenda y me explicó todo, así que nos alineamos, luego
avanzamos hacia el cardenal, quien recibió a Catalina, después a
Francisco y al llegar a mí, avancé y logré observar la cara del
cardenal, quien posó sus ojos sobre mi distintivo que sugería
vigilancia y seguridad, luego retrocedí lentamente y regresé a mi
puesto de trabajo. Por momentos me quedaba escuchando al pie de la
escalera, así pudiendo escuchar el cierre y los agradecimientos,
donde me nombraron con nombre y apellido. Ahí, mi preocupación
creció, mi ego se expandía de tal forma que temía no poder
atravesar la gran puerta de dos hojas de la capilla.
Al
transcurrir las horas, las felicitaciones se fueron acumulando, que
deposité en mi gran bolso de satisfacción, seguido de un hermoso
diploma por la participación y por último, una celebración llena
de atenciones, demostrándonos humildad, agradecimiento, gestos
nobles propios de un gran ser humano. Sólo puedo decir que me queda
un gran sentimiento de gratitud golpeando en mi pecho.
Atesoraré
en mi mente todos esos recuerdos para narrarlos en años futuros,
hasta cuando mis cabellos sean pintados de blanco, sentado en la
sombra de algún árbol o quizás mirando por mi ventana mientras el
cielo llora o revolviendo un gran guisado de recuerdos, entonces
brindaré con mis ojos cansados del ayer, por él, por Manuel Outeda
Blanco...
Rodrigo
Barzola
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